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El viaje de Potolo

Cuenta la leyenda que el ogro Potolo salió del Bosque de Oma cansado de la monotonía, del hastío de deambular por las mismas sendas y divisar siempre las mismas caras. Más allá de las montañas, donde terminan los caminos, soñaba con encontrar parajes misteriosos, ríos de tomate frito y un mundo bucólico de manjares exóticos y lenguas forasteras.

 

Así que abandonó la comarca con las primeras luces del alba. Nadie salió a despedirle, pero algunos cuentan que oyeron sus pasos colarse en los sueños de otros habitantes del bosque. Sus pies desnudos estampaban huellas de engendro sobre la tierra, que estaba húmeda, pero sobretodo exhausta tras una noche de idas y venidas de urogallos, que pataleaban sobre su espalda arcillosa en un extenuante baile noctámbulo. Sobre su espalda descansaba un macuto forrado con hojas de roble gigantes. Iba lleno de cerveza y guindillas, pues “necesitaré estos víveres para la travesía, si no, la palmo”.

El ogro Potolo era diferente a los demás. Rompía con todos los clichés de ogro gruñón. “Potolo es un bonachón en conserva, siempre lo verás haciendo sociedad con los tomates y las verduras”, decía de él una paisana. Además, su fealdad en el entorno de Oma no llamaba la atención, pues se integraba de forma natural en el abigarrado tapiz de criaturas del bosque. Entonces el mundo no había inventado el concepto de hermoso o feo.

Desde pequeño Potolo quiso ser él mismo y vivir en paz y harmonía con la naturaleza. “Vivir y dejar vivir”, como una vez gravó con su navaja sobre una seta gigante. Este insaciable ímpetu le empujaba a hacer aquellas cosas que en el bosque, siempre tan primitivo, no se toleraban. “Ha pintado los árboles de colores, qué barbaridad, esta vez se ha pasado cien pueblos.” Tampoco respetaba las jerarquías de la sociedad silvestre. Como el día en que con mucha gracia se adelantó al gallo para anunciar el día con un “mecagüendios!”. O cuando congregó a todos los insectos para contarles un chiste verde. Potolo quebrantaba todas las convenciones sociales y se juntaba con quien le viniese en gana. “Sacrilegio, blasfemia, anatema!”, dijo el chamán de sotana en más de una ocasión. Pero lo cierto es que nuestro ogro se mezclaba con una variopinta mezcolanza de personajes ilustres del bosque y adoptaba los vicios de unos y otros sin ningún tipo de lógica. En pocas palabras, como resolvían todos los roedores del bosque, Potolo era “perejil de todas las salsas”.

Y con estos recuerdos y pensamientos emprendía su viaje nuestro amigo Potolo.

Caminó durante días a medida que observaba cómo la riqueza del bosque pronto se convertía en un páramo inhabitable. Una metamorfosis salvaje que sin embargo no traía consigo manjares exóticos o cualquiera de las cosas que él esperaba encontrar a lo largo de su odisea.

Cuando el quinto día el apetito le golpeaba el estómago como una aizkora, miró a su alrededor hacia el terreno infértil. “El progreso no ha traído frutos”, pensó mientras orinaba bajo un roble milenario. “Ya está aquí el ogro meando otra vez, hermanas. God save the Queen. Corred por vuestra vida.” Gritaban unas hormigas que huían despavoridas del caudal de pis que tras tantos días de viaje ya era casi un zumo de cebada.

Mientras se entretenía silbando uno de los himnos del bosque, observó tras una mata calcinada un objeto humeante. Medio enterrado entre la maleza, parecía un trapo en llamas. Al acercarse notó que el calor que se desprendía de ella era al principio abrasivo, luego como por arte de magia se convertía en un calor afable, hospitalario, acogedor. Un calor entrañable y fraternal, íntimo. “Una txapela! Me cagüen diez, me viene al pelo”.

De pronto, al recogerla del suelo, irrumpió la lluvia. Las llamas amenazaron con apagarse a la par que tras el árbol surgía el rostro de un anciano que escupía llamas que en ambages viajaban alrededor de un curtido semblante. Potolo estaba sorprendido y atemorizado a la vez, pero también le acuciaba la curiosidad que siempre le había definido. Como un niño, se sentó sobre el suelo abrazando sus rodillas cruzadas y miró a lo alto.

 

Entonces el anciano comenzó la famosa declamación que acompañaría a Potolo el resto de sus días, y que dice así (quien redacta este texto transcribe la declamación tal y como fue hallada incrita sobre una roca a escasos metros de la cima del Monte Erretza).

“Te vi venir desde muy lejos, joven – esperé tu llegada desde que saliste de Urdaibai. Antes de continuar tu camino has de saber. Que lo que encontrarás ahí fuera no es como lo pintan. Decadencia, consumo voraz, masificación de los lugares. Industria que estandariza todo, aplasta al diferente y ridiculiza al disidente. Si has de ir, has de luchar contra todos estos males. Al llegar a la ciudad harás de la insumisión tu bandera. Te vi crecer, Potolo, tú bien sabes que el prejuicio colma el universo y sólo hay una pócima que cura la uniformidad del mundo, que libera al individuo y lo devuelve a su lugar en la naturaleza. Yo, Potolo, tu Aitona, te di de beber esta pócima cuando naciste, por eso creciste salvaje. Toma, llévate la salsa y lleva mi vieja txapela a todas las villas del cosmos. Lánzala, compártela, písala. Pero nunca dejes que se apague la llama. Erre, joven, erre!”

Estas sabias palabras de Aitona, como veníamos diciendo, acompañaron a Potolo dutante el resto de su vida. “Todo se reduce a la actitud erre. Hay que quemarlo todo, de ahora en adelante seré siempre un disidente. La vida es un soka-tira y la única vía es la insumisión.”

Pasaron unos días y ya por fin divisaba lo que posteriormente le presentarían de forma oficial como “la Gran Ría de la Muy Noble y Leal Villa de Bilbao”. Y fue en el próximo alto en el camino donde conoció a Eváramo, un aldeano agricultor de costumbres variopintas y el ropaje negro como los sobacos de los grillos. Eváramo fue quien introdujo a Potolo a la cultura punk.

 

Este personaje de la montaña había conocido al abuelo Frederick, de quien aprendió a convivir con los habitantes de la huerta – entre otros los tomates, las lechugas y los nabos.

“Este rancio mundo está podrido, es un bloody páramo. Perfecto para vivir rápido y morir joven. Tu Aitona, el abuelo de los bichos raros del bosque, me lo dijo así. Que en paz descanse. De su boca salían verdades como puños, amigo. Ardiente como el puto fuego. No como las soflamas de los mierdecillas que se encuentra uno por ahí." Eváramo observó los pies descalzos Potolo, curtidos por el áspero camino hasta allí. Luego exclamó como diciéndose para sí, "necesitarás unas buenas botas para pasear por Bilbao, pero para que no te den Dr Marteens, que ahora las lleva todo cristo, toma las mías."

Potolo emocionado le dio las gracias, luego Eváramo continuó con su verborrea:

"A mi Aitona me contó que desciendo del Basajaun, que partió hacia la urbe con un ejército de búhos para practicar el terrorismo. Pero entre fogonazo y fogonazo conoció a una muchacha del puerto de Bilbao, de la que se enamoró profundamente. Aunque ella al cabo de un tiempo se cansó de andar todo el día viviendo en la clandestinidad, por eso de las trastadas de su querido pero fanático Basajaun, que andaba haciendo la ruta del bacalao por toda la ciudad. Así que cogió sus cosas y partió a las Américas en un barco que transportaba galletas de aquí. Sí, eso eran tiempos donde lo que salía de Bilbao se pagaba en lingotes de oro. Muchos años más tarde, apareció en Bilbao un marinero rudo y borracho que dijo ser el hijo de ambos. Él era mi aita. Este buen hombre era sumamente sabio, y aparte de todas las enseñanzas y costumbres raras que traía de ultramar, trajo consigo unos pimientos que jamás habían conocido los bilbaínos. Eran habaneros, de las Cubas. Se los había dado personalmente Fidel Castro a cambio de un cigarrillo, en un cabaret. Estos pimientos tan curiosos, que a la vista parecían inofensivos, quemaban como los aceros de Llodio y picaban como las campanas de la Virgen de Begoña. Entonces todos los bilbaínos se volvieron como locos, todos querían probarlos y empezaron a medir su valía en concursos de degustación de salsa picante. Las señoras del puerto empezaron a preparar salsas cada vez más picantes y estrambóticas. Y una de las recetas más temidas de aquella época fue la de una vieja señora que la hacía con tomate frito. Esa, Potolo, es la salsa que tu Aitona te dio al nacer, para que fueses un auténtico chicarrón del norte. Y esta historia es la que nos une a ti y a mi de alguna forma. Ahora, vete a Bilbao y erre!”

Potolo se quedó pensativo y luego contestó: “actitud erre siempre, amigo. Contagiaré este espíritu a todos los animales de dos patas de este mundo. Ahora voy a Bilbao con mi bocata de lomo y escoltado por los pequeños gladiadores de la huerta, los pimientos. Erre!".

Y así es como se despidió Potolo antes de llegar a Bilbao. Desde entonces, si en todas partes la gente decía Epa! y Aupa!, Potolo gritaba erre!. Pues Potolo era diferente.

Cuando por fin llegó a la villa anclada entre las montañas, recuperó la esperanza. Una gran ría atravesaba el Botxo y muchos le recibieron como agua de mayo. Sus habitantes, cansados de respirar humos industriales y escuchar el ensordecedor ruido del progreso, vieron en lo que les decía el ogro Potolo un ejemplo de vida. Como una paloma mensajera (aunque más bien con aspecto de quebrantahuesos), Potolo pudo sembrar por fin el espíritu de Txapelerre en la ciudad prometida por sus ancestros.

Del testamento de nuestro ogro Potolo y de las enseñanzas inculcadas por el sabio Aitona nace Txapelerre. En honor a esa txapela en llamas que siempre acompañó a Potolo como un amuleto, y que le recordaba allí donde estuviese las enseñanzas de su Aitona:

- El amor y respeto a la tierra
- La defensa del producto artesano
- La lucha insaciable contra lo establecido
- El respeto a las bestias feas del mundo
- La gloria de abrir nuevos caminos sin dejar nunca de mirar al punto de partida

La salsa Txapelerre es un testimonio de este espíritu. La actitud Erre!, transplantada de la huerta a la cocina y de ahí injertada en todos los corazones en llamas. Picante y abrasiva como todo lo que hizo nuestro ogro Potolo. Del amor por lo de siempre (la receta de la abuela) con lo de fuera (habanero), nació una mezcla efervescente como la que llevó al ogro a encomendarse a la causa.

La libertad de ser quien eres.

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